miércoles, 24 de agosto de 2011

Trazando fronteras

Mira hacia el horizonte. Si estas ante el mar, el mismo se extiende casi hasta el infinito, sin nada que detenga tu vista. Puedes dejar volar la imaginación, navegar por encima de las olas, hasta llegar al otro lado, a una costa lejana pero al mismo tiempo cercana. Dos ciudades pueden estar a un océano de distancia, pero ser hermanas en espíritu. El mar no separa , en realidad, une, no dificulta los viajes, los facilita. Cuando el hombre dejó atrás sus temores y se adentró en ese espacio azul casi desconocido, el mundo cambio para siempre, adiós al Non Terrae Plus Ultra, bienvenidos al Mas allá.

Pero ahora cambia la dirección de tu mirada. Delante, una montaña, dos, una cordillera. Un límite, un muro natural que oculta lo que al otro lado se encuentra, si hay algo al otro lado. Las montañas son frontera, siempre lo han sido, y seguramente siempre lo serán. Separa mas una sierra empinada, unos pocos miles de metros en vertical, que cientos de millas de llanuras. Un pueblo puede estar a unos pocos kilómetros de otro en una zona montañosa y distar una galaxia en mentalidad o cultura.

Hasta para las lenguas, o más aun para las lenguas, las alturas son una barrera infranqueable, cada valle, un idioma diferente, un mundo aparte. Sin posibilidad de comunicarse, cualquier forastero es un enemigo, y cualquiera que sea de fuera (y fuera puede ser cualquier lugar a mas de un día de camino del hogar) es extranjero.

Las fronteras son en la mayoría de las ocasiones apenas unos trazos caprichosos trazados por gruesos políticos entre abundantes almuerzos, debates estériles y fértiles cenas, que nunca parecieron tener en cuenta lo que puede llegar a separar una simple línea sobre un mapa. Pero una montaña es mas que una raya entintada, es a la geografía lo que un punto y final en la gramática...

Posdata: Podéis leer el artículo completo (y conocer la desgraciada historia de la ciudad de Agdam), aquí.

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