sábado, 17 de septiembre de 2011

Y el tren pasó


Junto a la vía crece una arquitectura singular, carente de fachadas. Paredes traseras, muros que circundan patios desolados, antros que nacieron viejos, graffitis enmarcando la decadencia.

Y estaciones. Como puentes que nos conectan con la realidad, surgen tras kilómetros de ese decorado al que se ve reducido el paisaje visto desde la ventanilla del vagón.

 Son todas parecidas, con sus almacenes vacíos, los relojes marcando los retrasos, esos cada día mas escasos viajeros…Y sus despedidas. Desde que nacieron, su destino estaba trazado. Y esos muelles en tierras que son los andenes son el marco inevitable en el que adioses y bienvenidas se repiten hasta en fin…

Porque siempre hay un fin. De cuando en cuando, el tren pasa junto a una estación sin detenerse. Casi me parece escuchar en esas ocasiones un lamento prolongado, como si el lugar llorara por la ingratitud  de ese hijo de metal que no vuelve a su seno. O como la amante descartada por un galán sin escrúpulos, siempre en busca de nuevos apeaderos.

Una estación abandonada es uno de los lugares más tristes del mundo. Es la representación gráfica de la decadencia, un monumento al fracaso. Su presencia te abre los ojos, te deja ver como se cierran las puertas al futuro, como se cortan los lazos con el resto de la tierra.
La vida sigue, pero en parte, desde el momento de su cierre, lo hace sin ti.
Y cada uno de esos trenes que pasan veloces frente a los muros caídos, es una puntada más en el telón de su despedida.

Y allá atrás, cada vez más perdido en el pasado, ese momento en el que el último tren partió de su andén. Solo las frías vías, ya nunca calentadas por el roce del metal, permanecen como testigos mudos del final de una esperanza, del ocaso de una era. Y mientras sigan allí, nadie podrá borrar completamente las huellas de ese adiós.

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